-Este es un cuento escrito para el niño que vive en todos los adultos.
Los soldados no daban crédito a sus ojos, cuando después de la tremenda explosión que derribó al edificio, vieron surgir de entre la nube de humo y polvo, la silueta de un hombre ataviado en brillantes colores de juglar medieval, que muy alegremente iba tocando una flauta, y creyeron haber enloquecido viendo a un grupo de niños, quienes bailando y jugando, lo seguían felices. Fue como si la desoladora escena de sangre y fuego que había precedido, nunca hubiese ocurrido.
-Era el flautista de Hamelin, que había regresado por los niños-.
Años atrás un malvado gigante, que por egoísta y ególatra, había sido condenado a errar por el mundo y tener como eterna compañera a la violencia, había llegado a un hermoso jardín donde todos los moradores eran niños. Los niños eran tan felices viviendo en su jardín, que se habían olvidado de crecer. Al gigante le gustó mucho aquel lugar, por lo que decidió quedarse viviendo allí. Los niños recibieron al nuevo visitante sin objeción, al fin y al cabo, no conocían el significado de la palabra egoísmo, pero no igual ocurrió con el gigante, quien quería todo el jardín para sí mismo.
Además de su eterna amiga la violencia, los únicos que también acompañaban al gigante, eran sus sodados, solo a ellos les era permitido estar en su presencia, se decía que le calmaban los delirios de persecución que lo habían atormentado toda la vida. El gigante también odiaba a los niños, pues tenía 3500 años de edad y ya no recordaba la alegría de ser niño, y se había vuelto tan egoísta en sus años de soledad, que sin importar que aquel había sido siempre el jardín de los niños, mandó a sus soldados a reunirlos a todos ellos y los llevó a un lugar lejano, y para asegurarse de no volver a verlos jamás, les construyó alrededor un muro muy alto, tan alto, que ni las aves ni la luz del sol podían llegar allí.
Rodeados de aquel muro, los niños no volvieron a ser felices, fue entonces cuando “la tristeza” -que no conocía estos lugares donde reinaba la felicidad- aprovechó la oportunidad y visitó a los niños. Ellos, que nunca la habían visto, le preguntaron la razón de su visita, y ella les respondió que había venido para enseñarles a llorar, y fue así como por primera vez en sus vidas, los niños lloraron y siguieron llorando, y lloraron tanto, que ya no encontraron consuelo, y su llanto fue tan sentido que, “la compasión” los escuchó y también vino a visitarlos. Cuando la compasión se enteró de la razón de su tristeza, fue a visitar al gigante para persuadirlo que compartiera el jardín con los niños, pero su voz fue muda, pues él no
entendía nada de compasiones. Entonces la compasión volvió donde los niños y les construyó casas, escuelas y parques, y los niños ya no volvieron a llorar, pero siguieron tristes, porque no podían regresar a su jardín.
Y la tristeza de los niños se hizo tan grande, tan grande, que superó la altura del muro y llegó hasta donde vivía “la esperanza”, y ella también vino a visitarlos. Los pequeños le pidieron que fuera donde el gigante para convencerlo que les permitiera regresar, pero ella les explicó que sería en vano, pues por ser tan malvado y egoísta, el gigante había perdido toda esperanza, y por esta razón no podría verla ni escucharla. Los niños estaban tan descorazonados y la conmovieron tanto, que la esperanza se quedó a vivir con ellos, y no los abandonó jamás.
El gigante se enteró que los niños estaban viviendo en una nueva ciudad que la compasión les había construido, y también supo que la esperanza se había quedado a vivir con ellos, y que los niños ya no lloraban, esto lo enfureció de sobremanera porque era tan egoísta que no concebía que alguien más pudiera vivir feliz. Entonces envió a sus soldados, sus aviones y sus tanques de guerra, para que desaparecieran la ciudad de los niños, y a los niños junto con ella.
A medida que el flautista recorría los escombros, y su hipnótica melodía penetraba hasta la última grieta de destrucción, la ciudad de los niños -que había sido arrasada- asombrosamente se erigía de nuevo a su paso. Las casas, las escuelas, los parques y todo lo que había pertenecido a los niños, volvía a estar de pie. Y más sorprendentemente aún, millares de niños que habían sido destrozados junto a sus casas, escuelas y parques, nuevamente volvían a tener sus piernecitas, sus bracitos, sus ojitos, sus cuerpecitos, y ahora corrían alegremente a unirse a la fiesta que seguía al flautista.
Los soldados aterrados porque el flautista a su paso revivía a los niños y reconstruía su ciudad, no dudaron en matarlo, y una vez más, volver a matar a los niños. Fue así, que cuando los tuvieron en la mira, sin mediar palabra como solían, dispararon, y volvieron a disparar. Cuan aterradora tuvo que haber sido para los soldados aquella escena inverosímil después del último disparo, cuando vieron al flautista y los niños completamente ilesos, que indiferentes, continuaban en su procesión y algarabía, mientras que muchos de los soldados yacían muertos, y otros, heridos, suplicaban por atención.
-Sus balas se habían vuelto contra sí mismos-.
El gigante, que era muy devoto y creyente, cuando se enteró de aquel suceso, no encontró mejor explicación: -aquello no podía ser cosa diferente, que la obra maligna del demonio-. Así que envió más soldados y más tanques y más aviones para terminar definitivamente con los pequeños, pero cuanto más disparaban, más eran los soldados que caían bajo sus propias balas, y cuantas más bombas arrojaban sobre la ciudad de los niños, más eran las casas y cuarteles donde vivían los soldados, los que eran autodestruidos.
Fue entonces cuando el gigante empezó a recordar las más horribles pesadillas que lo desvelaron toda la vida, y no pasó mucho tiempo, antes que la primera de ellas se hiciera realidad, el vaso de agua, del que estaba bebiendo, se había convertido en sangre, y le bastó tan solo una mirada, para comprobar que el lago de cristalinas aguas, donde los niños solían nadar y divertirse, también era un remanso de espesa y purpurea sangre. Luego llegaron los sapos, las langostas, los piojos y las moscas, y fue solo hasta entonces, que el gigante comprendió que sería castigado por aquello que había hecho a los niños, y entró en pánico y delirio, al comprobar que su castigo, sería un castigo divino, y no terrenal.
Mientras las bombas caían sobre la ciudad de los niños, era el infame muro, aquel que los había separado de su jardín, el que se derrumbaba con cada explosión.
Cuando los pequeños llegaron al palacio del gigante siguiendo al flautista, no pudieron pedirle que les permitiera compartir el jardín con ellos, pues todo allí había sido destruido por una tormenta de granizo, el gigante estaba enfermo, tenía el cuerpo cubierto de ulceras y no se podía mover, y ahora, un fuego lento pero persistente, consumía lo que quedaba del palacio y al gigante junto con él.
Desde entonces en las noches quedas, el viento suele traer el susurro de una dulce e hipnótica melodía de flauta, acompañada por distantes risas y algarabías de niños, que juegan eternamente por aquel lugar.