La vida y la esperanza se abre paso sobre las ruinas: la historia de la familia Cruz

Disruptiva
Lectura de 8 minutos.

Junio 9 de 2023

Redacción: Dirección Territorial de Bogotá URT

Fuente: Unidad de Restitución de Tierras (URT)

Fotografía: Dirección Territorial de Bogotá URT

Muchas iniciativas de memoria suelen surgir en espacios cotidianos, a través de pequeños gestos y cobrar un gran significado con el paso del tiempo. Tal es el caso de las ruinas de la antigua casa de la familia Cruz, que perduran en su finca Hoyo de Zapote en La Palma, Cundinamarca. Actualmente, la finca está habitada nuevamente por Jaime Alexander Cruz y su familia, después de acceder al proceso de restitución y que un juez considerara favorable los hechos de despojo y abandono a través de una sentencia dada en el año 2017. Hoy es un hogar acogedor y en constante producción de limones, plátanos y ahuyamas que se ha venido transformando. Sin embargo, la presencia de unos viejos muros de adobe, invadidos de vegetación, recuerdan el desplazamiento forzado de la familia en el 2002 y el abandono posterior de la finca, que fue devorada por la naturaleza.

Los muros de la antigua casa familiar, le recuerdan a la familia Cruz que a pesar de haber sido desplazados forzadamente a causa de la violencia, han tenido la oportunidad de volver a sus tierras y volver a sus raíces.

Desde la década de los cincuenta, la finca de 5 hectáreas ubicada en la vereda La Marcha, en La Palma, Cundinamarca, fue el hogar de María Inés Rodríguez y Teodolindo Cruz, quienes construyeron allí sus vidas juntos y criaron a sus hijos. Tras el fallecimiento de Teodolindo, María Inés asumió la gestión de la finca, con el apoyo de su hija Blanca Cecilia y sus nietos. Jaime Enrique, el otro hijo de María Inés, visitaba frecuentemente la finca con sus hijos. Durante décadas, la finca fue productiva y llegó a contar con trabajadores que se encargaban de las gallinas, cerdos y cultivos de diversos frutos, incluyendo café, plátano, maíz y yuca. La vida en la finca era próspera a pesar de la violencia constante.

Ya en los años ochenta, la presencia de las guerrillas de las FARC generó un clima de inseguridad en la zona, situación que se agudizó en los años 2000 con la llegada de las Autodefensas del Bloque Cundinamarca. La población civil quedó atrapada en medio de estos grupos armados, sufriendo secuestros, extorsiones, homicidios selectivos y enfrentamientos armados cada vez más cercanos. Tras el asesinato de un trabajador a manos de paramilitares en la finca, la familia Cruz se vio obligada a desplazarse forzadamente a Bogotá, abandonando todo lo que habían construido en la finca, y perdiendo su tierra.

Jaime Alexander Cruz, sobrino de Blanca y uno de los herederos de la finca, recuerda la zozobra que vivió en Bogotá, desplazado, con su familia desperdigada y con el recuerdo vivo de la amenaza constante: “lo que hacíamos al principio era ir y venir hasta que la violencia no dejó más… y cuando estalló todo fue la época más dura, nos fuimos para Bogotá del todo, pasamos por bastantes cosas fuertes, sobre todo el cambio, estar en una casa apretados, con necesidades, y viviendo de los recuerdos”. Pero con la nostalgia de la vida tranquila en el campo, el entorno cada vez más agobiante y con la conciencia de sus derechos, Blanca Cecilia y sus sobrinos se acercaron en el 2014 a la Unidad de Restitución de Tierras para reclamar sus predios despojados.

La familia Cruz recibió una sentencia a su favor tres años después y decidieron retornar a la finca. Al llegar, encontraron un panorama desolador, con la finca devastada y apenas las ruinas de su antigua casa familiar: “Fue duro volver, pues para mí esa casa significaba todo, todo porque esa era la casa de mi abuela, donde todo pasaba, el centro de todo… donde nos reuníamos mis primos, mis hermanos, mis papás. Acá crecimos y de la noche a la mañana nos tocó irnos y ya volver y encontrar esto vuelto montaña, puro monte; y la casa ya no era casa sino tres muros parados y acabados… y a empezar de cero…”.

¿Cómo empezar? Después de meses de arduo trabajo, Jaime Alexander y su familia lograron establecerse en la finca. Gracias al subsidio de vivienda que forma parte una de las medidas de reparación integral, construyeron una nueva casa. Posteriormente, iniciaron el proyecto productivo en el cual sembraron limón tahití como cultivo predominante, además de banano, yuca, plátano y ahuyama. También criaron cerdos y gallinas, tal como se hacía en el pasado. Aunque Jaime estaba acostumbrado al campo, su esposa y sus hijos no, pero como él mismo cuenta, gradualmente se fueron encariñando y aprendiendo las labores propias del entorno rural.

Él relata qué, habiendo sido víctimas directas de la violencia, términos como “memoria colectiva” no los aprendieron de nadie, sino que los experimentaron en carne propia. Desde un principio, supieron que esos muros debían permanecer allí, ya que eran sus raíces. Él mismo admite que no podía demolerlos, y en la actualidad, forman parte esencial de la finca. La visión de los restos de la casa lo alienta a trabajar duro en la finca por dos motivos: primero, porque evoca los eventos violentos y todas las dificultades que él y su familia sufrieron durante su desplazamiento, y segundo, porque la vista de esos viejos muros rodeados de naturaleza le recuerda la fuerza de la vida y la importancia de defender sus derechos.

Este tipo de iniciativas de memoria son herramientas poderosas para comprender nuestro presente y construir nuestro futuro. Jaime Alexander recuerda “Si se puede volver al campo, hay que volver al campo. Uno haga lo que haga, nunca va a devolver el pasado, pero si tenemos la oportunidad de levantar las raíces, hay que hacerlo, porque vamos a recuperar lo perdido, por lo menos desde el corazón, y uno puede tener una vida más tranquila, ver transformar lo que tú haces con tus manos, que lo que siembras va a dar frutos, se va a convertir en alimentos, nos va a dar de vivir, es algo gratificante”.

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